martes, 14 de octubre de 2008

Yehude Simon

No comparto el entusiasmo o la esperanza que ciertos sectores políticos han expresado a propósito de la designación de Yehude Simon como Presidente del Consejo de Ministros.

Creo que ese nombramiento obedece a una no confesada transacción política entre el Presidente de la República y el flamante jefe del gabinete.

Del acuerdo Alan García obtiene, por supuesto, los mayores réditos. Intenta evadir su incontenible desaprobación nacional (77.7% según CPI) y enfriar las protestas sociales que van dándole cuerpo al pedido ciudadano de revocatoria presidencial. Eso sin tomar en cuenta el desembarco de Jorge del Castillo cuya permanencia en el cargo era ya incómoda para el actual mandatario.

Simon consigue lo suyo. Se posiciona en una importante responsabilidad que lo podría ayudar en sus afanes de llegar más fácilmente al sillón de Pizarro. Claro que ese empujoncito dependerá de sus capacidades para torear las demandas pendientes y demostrar verdaderas intenciones de cambio. La anunciada permanencia del ministro Valdivieso, sin embargo, resulta siendo una mala señal.

Nombramientos como éste hacen recordar lo sucedido con Javier Valle Riestra y Federico Salas durante el fujimorato. En el caso del primero tengo en la memoria que mientras juramentaba, muchos jóvenes (de esos años) exigíamos la salida del dictador. Lo que vino después es historia harto conocida: una gestión efímera llena de declaraciones y gestos que no modificaron nada en el tablero de las cosas importantes.

Con Federico Salas ocurrió una cosa similar. Verlo acompañando a Fujimori y sus corruptos generales en los estertores de su oprobioso régimen resultaba simplemente conmovedor.

No deseo que algo parecido le pase a Yehude, pero pienso que a veces nuestros deseos de poder nos traicionan. Esconder esos afanes diciendo que se acepta el nombramiento “por el Perú” no me parece muy sincero.

Como en la vida cada uno tiene el derecho de elegir reconozco en Simon esa posibilidad, pero deseo también hacer mi elección. Me quedo con el diputado combativo de los ochenta, con el editorialista que supo colocarse al lado de los humildes, con el manifestante que acompañaba las marchas estudiantiles; eso sin dejar de recordar mi permanente deslinde con los métodos terroristas cuyas secuelas todavía sufrimos.

Y, como toda elección entraña un deseo, aspiro a equivocarme, no sólo por la simpatía que el ex presidente regional de Lambayeque me causa sino, principalmente, por el deseo de grandes transformaciones que la mayoría del pueblo peruano tiene. Esa mayoría a la que alguna vez perteneció Yehude.
Yomar Meléndez Rosas